10 días me bastaron para sellar una promesa de regreso.
Un país de islas mágicas. Lenguas de arena blanca que se meten en el mar más transparente que conocí. Atardeceres soñados, la luna saliendo entre los botes, absoluta paz y plenitud. Ser partícipe de una postal, balanceando entre dos palmeras con una birra helada en la mano. La sensación permanente de estar en el lugar que deseaba estar.
Noches en el bar de la playa, dúos locales de reggae poniéndole música a los astros. Gente sencilla, respetuosa, sonriente y de ritmo pausado. La gastronomía más occidental del sudeste.
Horas de rutas sinuosas, ranchos y almacenes al costado del camino vendiendo gasolina en damajuana. Otra dimensión del tiempo.
Caminos de tierra, cabañas humildes y animales sin fronteras dispersos por islas de apenas 2km.
Jugar al fútbol en la playa con una pelota de basket y romperme los pies de felicidad siendo un niño más.
Algún día volveré a Filipinas.