4 amigos y 2.500 millas por la costa oeste.
Luego de 16 horas con las piernas estrujadas, mal alimentados y con películas deprimentes (un vuelo normal) aterrizamos en Los Ángeles. La palabra para describir la primera impresión de esta ciudad podría ser “magestuosa”. Siendo la segunda ciudad más poblada de Estados Unidos, realmente cuesta asimilar tanto tamaño y diversidad. Pero no nos detuvimos mucho rato ahí. Enseguida fuimos a buscar la camioneta alquilada y arrancamos a manejar hacia Flagstaff, un pueblo en las afueras del Gran Cañón.
Primera cosa que a ningún viajero de ruta le puede faltar: una buena y extensa playlist de Spotify y, en nuestro caso que visitábamos estos lugares por primera vez, una aplicación de GPS como Maps.me.
El cambio abismal del clima nos impactó. En este tramo de unos 600 km donde pasamos por el desierto de Mojave vimos autos prendidos fuego por las temperaturas arriba de los 45ºC.
Luego de 8 horas de ruta llegamos a Flagstaff sobre la noche. Un pueblo un tanto desierto. Se notaba que era temporada baja. Es que este lugar recibe a la mayoría de turistas en invierno, por su cercanía a los picos montañosos para realizar deportes de nieve. Así y todo, la vida nocturna no faltaba. Música en las calles, gente bohemia, varios pubs y pools con fachadas de madera y presencia de nativos americanos le daban un comienzo pintoresco al viaje.
Pasó la primera noche y al asfalto de nuevo para estar temprano en el Parque Nacional Gran Cañón. La reacción de los cuatro al llegar fue ”Paaaaahhhhh”. Uno de los accidentes geográficos más impresionantes que vimos. Y muchos asiáticos sacando fotos, pero eso no es sorpresa.
Para ingresar al parque se paga una entrada general de U$S 30 que te permite estar una semana ya sea acampando o con la motorhome. Solamente teníamos un día así que agarramos el mapa que nos dieron a la entrada y fuimos directo a los view points. Uno de los más lejanos es el Navajo Point, desde donde se ve el Río Colorado. La inmensidad de este lugar no se aprecia en fotos. Es una parada obligatoria para cualquiera que haga este viaje.
Dejamos atrás el estado de Arizona y partimos hacia Nevada en busca de la ciudad de las luces y los excesos, ante los cuales no sucumbimos (?). Hablamos de Las Vegas, un mundo paralelo y bastante absurdo. Ya saben. Un lugar que recrea Egipto, Venecia, París y Nueva York en medio del desierto. Con hoteles llenos de laberintos subterráneos y las piscinas y casinos siempre en el centro.
Ya al tercer día en Estados Unidos la comida chatarra se ve con poco cariño y uno se rebusca para cocinarse. De todas formas resultó muy difícil encontrar provisiones. Hubo que hacer 30 km para encontrar un hipermercado donde vendieran productos naturales, frutas y verduras. Finalmente un salmón, puré de caja y unos churrascos buenos para suela de zapato conformaron nuestro menú. Última noche parada obligatoria para la timba, suerte de principante en el Black Jack y adiós esta loca ciudad. Nos reservamos las fotos.
Llenamos el tanque y emprendimos viaje a nuestro próximo destino: Yosemite. Si algo no te puede pasar en estas rutas es quedarte tirado en el medio de la nada porque la pasarías muy mal.
En el camino, una pausa para contemplar Death Valley, el lugar más bajo y caluroso de América del Norte que forma parte del desierto de Mojave. Luego una parada para refrescarse y almorzar en Furnace Creek. Nuevamente el menú básico y chatarra, delicioso. Comimos una piza gigante, crocante, llena de muzarela con salsa ranchera.
Sobre la tardecita llegábamos al Parque Nacional Yosemite. De lejos las montañas nevadas y ya no estaba para manga corta. Lo que tiene Estados Unidos, en un mismo día podés bañarte en el pacífico y esquiar.
Era tanta la ansiedad que antes de tener resuelto el hospedaje dedicimos ingresar a conocer los primeros metros del parque y vaya uno a saber por qué arrancamos una guerra de nieve. Esta actitud infantil nos costó luego dos horas de búsqueda para encontrar un lugar donde pasar la noche ya que todos los hospedajes tenían el odioso cartel “no vacancy”. Para no dormir en el auto hubo que hacer unos 40 km y llegar a Bridgeport, un pequeño poblado al lado de la ruta con típicos moteles con luces de neón ruidosas. Ahí nos quedamos en “Motor Motel”, una opción barata pero con todo lo necesario para un viajero. Internet, aire acondicionado, camas dobles y desayuno incluido por U$S 25.
Al otro día regresamos al parque luego de un típico desayuno con panceta, huevos, jugo de naranja, etc. Afortunadamente las nubes que nos seguían hasta este momento nos dejaron disfrutar un día bien soleado.
¿Qué decir de Yosemite? Naturaleza pura. 3.000 km² de incontables árboles gigantes, acantilados, cataratas, rápidos, túneles en las montañas. Una biodiversidad mágica que te invita a un sinfín de actividades como caminar, hacer trekking, mountain bike, escalar, pescar en los lagos transparentes, y tantas otras.
Más o menos 7 horas nos bastaron para conocer lo básico, pero nos dejó con ganas. Hay demasiadas cosas para ver y fauna por descubrir que se podría pasar una semana ahí “adentro” y hacer algo distinto cada día.
San Francisco era la próxima parada, y ahí llegamos sobre las 22.45 hs. también sin reserva al mejor hostel del viaje, el Green Tortoise. Primer gran sorpresa, los vehículos no se pueden dejar en la calle. Así que si vas a esta ciudad en auto calculá en el presupuesto U$S 40 de parking por noche.
Al despertar fuimos a conocer el Golden Gate, el símbolo de la ciudad. Desde ese punto vimos Alcatraz y toda la bahía. Luego cruzamos al Sausalito, una especie de balneario con muchos recobecos, casas con una arquitectura colonial en las laderas y restaurantes en los muelles.
Regresamos por la tarde a hacer vida de hostel y conocer otros viajeros. Lo mejor del Green Tortoise son sus grandes espacios comunes, sobretodo la sala de música, donde disfrutamos de un espectáculo en vivo de dos huéspedes que no se conocían improvisando con el piano y contrabajo. San Francisco concentra una cantidad enorme de músicos y otros artistas. Muchísima gente con instrumentos en la calle. Es una ciudad totalmente multicultural (más de un tercio de la población es extranjera), de mente abierta, que históricamente rompió los esquemas y estereotipos americanos, y eso se nota. En el estado de California la ecología no es una moda. Realmente se ve la educación en el cuidado ambiental en todos los detalles. Nuestro hostel sin ir más lejos contaba con políticas de clasificación de la basura y procesos para el ahorro de agua en los lavados. Y todos respetan esas normas.
Por la noche conocimos una pareja de argentinos que trabajaba 6 meses en la montaña y 6 meses viajaban por Estados Unidos aprendiendo sobre la producción de marihuana en granjas, algo que también se ve con frecuencia.
Al siguiente día nos fuimos con Tom (un americano fotógrafo compañero de habitación) a recorrer la ciudad en bicicleta. Pasamos por Fisherman’s Wharf, la zona pesquera, costeando el puente para llegar al Golden Gate Park. Es importante conocer medianamente el mapa con las pendientes, porque hay zonas imposibles de pedalear. Al salir de este parque arranca el Haight Ashbury, histórico barrio que albergó el movimiento hippie de los ’60. Seguimos pedaleando hasta la zona de las típicas casas pintadas.
Llegamos finalmente al hostel y nos preparamos para conocer la noche en San Francisco, donde abundan los pubs y pools, con el factor común de la música en vivo.
Los locales nos recomendaron probar las hamburguesas de Sam’s Hamburgers, un lugar poco atractivo a primera vista pero difícil de dejar. Lleno de gente y con una identidad similar al viejo Bar Rodó. Fue nuestra opción preferida durante nuestro tiempo en San Francisco, aunque no perdimos la oportunidad de conocer varios otros.
Los últimos días visitamos Oakland, una ciudad a 10 km al este que realmente no tiene mucho que ofrecer, con un aspecto más descuidado.
Pasó una semana y nos despedimos de San Francisco, una ciudad fascinante, con mucha identidad que nos atrapó más días de lo planificado.
Arrancamos hacia el sur, por la famosa ruta 1, una ruta muy complicada con caminos sinuosos y grandes precipicios, disfrutando el panorama de la costa oeste y la fuerza del pacífico, pasando por Big Sur, Monterrey, Santa Bárbara, Malibú y último destino, Venice Beach.
Venice definitivamente es una usina de la contracultura. Un lugar sobre el que habíamos leído bastante y le destinamos cuatro noches. Ícono del skate, el punk californiano y la generación beat entre otras cosas. Ahí se vive en una atmósfera totalmente diversa, que gira alrededor del arte callejero y el deporte.
Pasamos horas en el Ocean Walk, lo que sería la rambla, una explanada con cientos de comercios, palmeras y las famosas piscinas de skate, donde los locales la detonan. Todo esto sumado a las playas de arena blanca nos voló la cabeza.
Así iba terminando este viaje de aventura, con 2.500 millas recorridas, ciudades culturalmente diversas y lugares de una naturaleza alucinante. Si valdrá la vida viajar.
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