Paradójicamente, aquel sábado de caliente no tuvo mucho, de hecho fue uno de los días más fríos de invierno. A las 6am se prendía el motor para arrancar con la crew por la ruta hacia Pan de Azúcar, una locación tan hermosa como difícil de abordar. Ahí estaba lo más divertido. Había un cielo totalmente despejado que se contradecía con el viento y la temperatura, pero con buena música, bizcochos y charlas, el viaje se disfrutaba.
Llegamos y preparamos la subida. Mientras pensábamos en ideas de cómo cargar los equipos, las bolsos de ropa, el catering y demás, la producción empezaban a vestir y maquillar a los modelos. Cuando todo estuvo listo, iniciamos el camino, para algunos familiar, para otros totalmente nuevo y curioso.
Sorteando algunas zonas de barro y piedras mojadas y muchas de ellas filozas, nos dimos cuenta que el desafío iba a ser un poco más peligroso de lo que pensamos, pero seguimos a marcha camión, frenando cada tanto a contemplar el magnífico entorno y sacar las fotos que tanto teníamos ganas de hacer.
La paz del cerro se sentía presente todo el tiempo y cada ángulo era un escenario divino.
Llegamos a una roca grande y caliente. A pocos metros veíamos la cruz. Ahí aprovechamos a descansar, lagarteando y sintiendo el sol en la cara. Unos pocos minutos para comer y tomar una limonada casera que se mantenía fría.
Seguimos y llegamos al punto más alto, donde nos esperaba una vista panorámica privilegiada, para la cual no hace falta irse tan lejos. Está acá nomás, como hay muchas otras, en nuestro país.
Luego de una jornada larga y cansadora, la sensación era de absoluta satisfacción. No solo el material que se estaba produciendo reflejaba el espíritu de la marca, sino el proceso para crearlo.
A la vuelta, no hubo más que ponerse los Indie y agarrar ruta viendo el atardecer entre las siluetas verdes al fin del camino.
